martes, 19 de junio de 2007

¿Pero que ha pasado? ¿me habré perdido acaso? nos gusta jugar con los personajes, nos gusta ser dioses
Eloy Mier, que nombre y apellido tan estúpido le habían heredado sus padres.
Eso pensaba a diario Eloy Mier, cuando sus compañeritos de la escuela le gastaban hartas bromas -Maestra, Mier da la clase -decía Pedrito- mirando de reojo al regordete Eloy...
Eloy nunca existió, ¿se llama Eloy? ¿Y me creíste?
Bueno Grecia si existe, bueno... los demás también ¿Pero Eloy? era toda una fantasía, nunca lo conocí, era un niño muy tímido y nunca quiso invitarme a ningún lado por más que le hubiera abierto las piernas disimuladamente cuando me aburría en clase de literatura, con puras fantasias de extraño ¿Cuál es el merito? si yo me la paso jodiendo a "Eloy". Eloy no existe, pero también es mi fantasía; ¿No es cierto? Por qué no habría de odiarlo y ponerle un nombre tan odioso como Eloy si nunca me peló, si nunca miró cuando abría las piernas en lo que él, el muy ñoño se le saltaban los ojos cuando la maestra leía los cuentitos de Kafka, maldito niño raro.
Pero aprenderé a convertirme en cucaracha haber si así me hace caso. Eloy no existe, pero existe para mí, ese ser repulsivo escarabajiento que jode como si tuviera cayos; pero ¿Eloy no existe? Claro que existe, existe para mí. Lo han violado, lo han torturado con su nombre, es otro homosexual más en el mundo absurdo, Eloy no existe, pero lo he matado; lo maté. Murió, pero eloy ayer me habló por teléfono y he decidido que volvió, pero si lo he matado... he pensado que de todos modos no existe ¿O sí?.
Eloy era un niño tímido, que le gustaba jugar con los ojos cuando escuchaba una buena literatura, conoció a Grecia a sus 13 años, era su novia desde los 10; la había conquistado cuando le cantó un poema por la ventana y ella con las piernas al aire sentada en la ventana lo escuchaba. mientras su madre tenía las piernas y el busto en la calle esperando un carro, no quería ser como ella, pero se sentía comoda mostrandole las piernas a eloy por la ventana. Martito amaba a Grecia, pero ella amaba la poesía.
Martito se a acostumbrado al bouyerismo, yo también, le agarro la mano cuando escucho a Eloy recitar y él me la aprieta al ver a Grecia en la ventana.

miércoles, 6 de junio de 2007

Edgardo tiene cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, no lo recuerdo bien. Tiene la barba espesa y del cuello le pende una bendición que se mantiene hermética y un oso de oro. Entre sus dedos tiene la crema del café. Mientras habla conmigo mueve los botecitos. Los mueve entre sus dedos sin darse cuenta, de manera involuntaria. En ese momento saco la libreta de mi morral y anoto: “mientras habla conmigo, Edgardo mueve la crema del café entre los dedos.”

Recolecto frases. Alguna vez escuché, en un tertulia, de un hombre que las coleccionaba. Yo no las colecciono, porque coleccionarlas sería atesorarlas y las frases no le pertenecen a nadie. Las frases se perteneces a sí mismas. Las recolecto y las guardo en mi memoria hasta que se me escurren por el cuello por el hombro y por los brazos hasta salírseme por los yemas de los dedos.

Llegué al Samborns faltando sólo un poco para las seis de la tarde. Me senté, pedí un americano y abrí el libro. Estuve leyendo un poco y entonces llegó Edgardo. Lo vi desde lejos, desde el momento en que entró. Sus ojos rojos y sus movimientos torpes nunca lo abandonaban; comenzó a meterse coca desde los diecisiete años.

“No encontraba la cois y necesitaba un jalón para levantarme; disculpa”, me dijo cuando vi el reloj mientras él se sentaba. Yo no respondí y seguí leyendo por un momento. Levantó la mano y pidió una naranjada a la mesera. “Ándale Grecia, ya no estés enojada conmigo”, añadió mientras me tomaba la mano.
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