miércoles, 6 de junio de 2007

Edgardo tiene cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, no lo recuerdo bien. Tiene la barba espesa y del cuello le pende una bendición que se mantiene hermética y un oso de oro. Entre sus dedos tiene la crema del café. Mientras habla conmigo mueve los botecitos. Los mueve entre sus dedos sin darse cuenta, de manera involuntaria. En ese momento saco la libreta de mi morral y anoto: “mientras habla conmigo, Edgardo mueve la crema del café entre los dedos.”

Recolecto frases. Alguna vez escuché, en un tertulia, de un hombre que las coleccionaba. Yo no las colecciono, porque coleccionarlas sería atesorarlas y las frases no le pertenecen a nadie. Las frases se perteneces a sí mismas. Las recolecto y las guardo en mi memoria hasta que se me escurren por el cuello por el hombro y por los brazos hasta salírseme por los yemas de los dedos.

Llegué al Samborns faltando sólo un poco para las seis de la tarde. Me senté, pedí un americano y abrí el libro. Estuve leyendo un poco y entonces llegó Edgardo. Lo vi desde lejos, desde el momento en que entró. Sus ojos rojos y sus movimientos torpes nunca lo abandonaban; comenzó a meterse coca desde los diecisiete años.

“No encontraba la cois y necesitaba un jalón para levantarme; disculpa”, me dijo cuando vi el reloj mientras él se sentaba. Yo no respondí y seguí leyendo por un momento. Levantó la mano y pidió una naranjada a la mesera. “Ándale Grecia, ya no estés enojada conmigo”, añadió mientras me tomaba la mano.

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